Limónov

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«Limónov no es un personaje de ficción. Existe y yo lo conozco», advierte Emmanuel Carrère. Esta novela biográfica o biografía novelada reconstruye la vida de un personaje real que parece surgido de la ficción. Un personaje desmesurado y estrafalario, con una peripecia vital casi inverosímil, que le permite al autor trazar un contundente retrato de la Rusia de los últimos cincuenta años y al mismo tiempo aventurarse en una indagación deslumbrante sobre las paradojas de la condición humana. Poeta y pendenciero en su juventud, Limónov frecuentó los círculos clandestinos de la disidencia en la Unión Soviética, se vio obligado a exiliarse y aterrizó en Nueva York, donde vivió como un vagabundo, fue mayordomo de un millonario y escribió novelas autobiográficas. Siguió haciéndolo cuando se marchó a París y allí alcanzó notoriedad pública con una escandalosa novela sobre sus andanzas neoyorquinas por el lado salvaje. De allí pasó a los Balcanes, donde apoyó hasta las últimas consecuencias la causa serbia, y regresó después a la Rusia poscomunista para fundar un partido nacional bolchevique que fue prohibido. Él acabó en la cárcel, acusado de tentativa de golpe de Estado, y allí escribió más libros, tuvo una experiencia mística y al salir se convirtió en opositor a Putin.

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El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón. VLADÍMIR PUTIN Prólogo Moscú, octubre de 2006-septiembre de 2007 1 Hasta que Anna Politkóvskaia fue abatida en la escalera de su inmueble, el 7 de octubre de 2006, sólo las personas que se interesaban de cerca por las guerras de Chechenia conocían el nombre de esta periodista valiente, adversaria declarada de la política de Vladímir Putin. De la noche a la mañana, su cara triste y resuelta se convirtió en Occidente en un icono de la libertad de expresión. Yo acababa entonces de rodar un documental en una pequeña ciudad rusa, pasaba frecuentes temporadas en Rusia, y por eso, cuando saltó la noticia, una revista me propuso que tomase el primer avión a Moscú. Mi misión no era investigar el asesinato de Politkóvskaia, sino más bien recoger las declaraciones de personas que la habían conocido y amado. Así pues, pasé una semana en las oficinas de Nóvaia Gazeta, el periódico del que ella era la reportera estrella, pero también en las de las asociaciones de defensa de los derechos humanos y de los comités formados por madres de soldados muertos o mutilados en Chechenia. Las oficinas eran minúsculas, pobremente iluminadas y dotadas de ordenadores vetustos. Los activistas que me recibían allí eran también muchas veces personas de edad y su número era patéticamente exiguo. Es un círculo pequeño en el que todo el mundo se conoce y en donde no tardé en conocer a todo el mundo, y ese círculo pequeñísimo constituye prácticamente la única oposición democrática en Rusia. Además de algunos amigos rusos, conozco en Moscú a otro círculo reducido, compuesto por expatriados franceses, periodistas u hombres de negocios, y cuando por la noche les contaba mis visitas del día sonreían con cierta conmiseración: los demócratas virtuosos de quienes les hablaba, esos militantes de los derechos humanos, eran sin duda personas respetables, pero la verdad era que a todo el mundo le importaba un bledo. Libraban un combate perdido de antemano en un país que se preocupa poco por las libertades formales, con tal de que cada cual tenga derecho a enriquecerse. Por otra parte, nada divertía o irritaba tanto, según el carácter de la persona, a mis amigos expatriados como la tesis extendida en la opinión pública francesa de que el asesinato de Politkóvskaia habría sido encargado por el FSB –la policía política que en tiempos de la Unión Soviética se llamaba KGB– y más o menos por el propio Putin. –Espera –me dijo Pável, un universitario franco-ruso reciclado en los