Las Virtudes Del Pájaro Solitario

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Tras el paréntesis del ciclo autobiográfico formado por Coto vedado y En los reinos de taifa, Las virtudes del pájaro solitario señala el regreso de Juan Goytisolo a la novela. Como no podía menos de ser, aquí el género novelesco se aborda desde las premisas indagatorias que han caracterizado la evolución del escritor a lo largo de las últimas décadas. Si en Reivindicación del conde don Julián era Góngora el modelo invocado y en Makbara se acudía al arcipreste de Hita, en Las virtudes del pájaro solitario, en palabras del propio autor, la obra completa de San Juan de la Cruz «vertebra la estructura de la novela». Ésta constituye un texto extremadamente movedizo y cambiante, que fluctúa sin cesar entre múltiples niveles referenciales, desde las afinidades de la mística del carmelita con la poesía sufí hasta el retrato visionario de las diversas inquisiciones y dogmatismos totalitarios, pasando por la evocación lúcida de la «plaga sagrada» de este inquieto final de milenio. La inventiva verbal de Juan Goytisolo, su excepcional sentido de la sátira y la ironía, su don de entrelazar las más varias texturas y tesituras estilísticas en un mosaico literario tan rico como un palimpsesto, configuran, en Las virtudes del pájaro solitario, un texto señero de la narrativa española de hoy. Juan Goytisolo Las virtudes del pájaro solitario ePub r1.0 Titivillus 28.06.17 Juan Goytisolo, 1988 Diseño de cubierta: Amand Domènech, inspirada en la reproducción de un pájaro sufí Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 En la interior bodega de mi Amado bebí SAN JUAN DE LA CRUZ Cántico espiritual un vino que nos embriagó antes de la creación de la viña IBN AL FARID Al Jamriya PRÓLOGO Comencé a escribir Las virtudes del pájaro solitario en febrero de 1986. Lo hice en un estado de tensión extrema, cuando sólo la lectura de San Juan de la Cruz me procuraba un remanso precario de serenidad. Dos meses antes, había contraído una dolencia intestinal que ningún tratamiento médico lograba curar y cuyos síntomas coincidían con los de la pandemia que diezmaba las filas de mis amigos. Estaba convencido de la intrusión en mi organismo del «monstruo de las dos sílabas» y no me decidía a acudir a un laboratorio de análisis serológicos, temeroso de que confirmara mis aprensiones. Fueron unas semanas de creatividad intensa, en las que compuse la secuencia de la aparición de la zancuda del cuadro de Félicien Rops, que ilustraba la cubierta de la primera edición de Makbara, en el Hammam Voltaire. Este establecimiento, inaugurado según la Doña por Napoleón III y la emperatriz Eugenia, se había convertido cien años después en una inmensa colmena de abejas libadoras de mieles y de zánganos de aguijón bien dispuesto que solía visitar los domingos en compañía de mi fiel leñador de Anatolia, y en cuyos salones y pasillos me cruzaba a veces con Roland Barthes, Severo Sarduy y Néstor Almendros. Recuerdo el día que, tras haberme resuelto a afrontar la ordalía de las pruebas en un centro médico de la Rue de Richelieu, recogí el sobre que creía fatídico y, con una mezcla de incredulidad y alivio, comprobé mi dichosa seronegatividad. Libre ya de la anterior angustia, la pasión sanjuanista y el lenguaje de la mística prosiguieron no obstante su aguijadora imantación. Estaba corrigiendo las galeradas de En los reinos de taifa y me vi obligado a interrumpir la tarea: entregué el texto a mi editor sin revisar el capítulo primero, que fue publicado en bruto y no corregí sino en ediciones posteriores. El tema de la muerte y del contagio físico y «contaminación» de las ideas y palabras me poseía por entero. El tren me aguardaba en el andén y no podía dejarlo partir y quedarme en la estación. Nunca he escrito con tanta precisión y fe ciega sobre un tema tan elusivo y complejo como el que se desenvuelve a lo largo de la novela. Tenía la impresión de que